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En la pintura reciente de Ana de los Ríos la composición suele fundirse con una construcción. Son cuadros alzados y entramados como edificaciones, con sugerencias de obra negra, de traza y paisaje urbano, fábricas, puertos, ruinas, o sencillamente umbrales y ventanas que enlazan el interior con el exterior. Un callejón, una escalinata o una puerta al alcance alivian de la fugacidad o el laberinto. Si la pintura proviene de la pintura, estas obras pueden cotejarse fructíferamente con las dos grandes vertientes del constructivismo ruso del siglo XX, la arquitectónica y la geométrica. Hay un filón que hermana a De los Ríos con la “arquitectura pictórica” de la artista Liubov Popova (1889-1924), incluso por la armazón de foros teatrales. Si el mundo cabe en un teatro, De los Ríos le añade escenografías en algo emparentadas con el cine expresionista alemán de entreguerras. 

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Dicho lo anterior, lo que articula sus obras con el constructivismo y el expresionismo, no es un afán de emulación ni un traslado formalista, sino la expresión de contradicciones y luchas civiles contemporáneas, expresión que no obstante esquiva del todo la evidencia realista. Llena de sentido, pero absorta en el silencio significante, su pintura sedimenta la inestabilidad y resistencia del ente civil entre las redes instituidas que lo penetran. De los Ríos construye mediante perspectivas de fases geométricas superpuestas y aspectadas, penetrables y en desplazamiento, con lo que alude a las fluctuaciones e incertidumbre en donde vagan —con una precariedad a veces fantasmática— figuras humanas cuya realidad, como la de todos, está en tránsito. 
Pendiente del deterioro del entorno y la vida, De los Ríos erige espacios envolventes pero no protectores. El abrigo en su orbe es momentáneo, proclive al viaje y  aun al nomadismo. ¿Hay esperanza de vida en él? Sí, en la medida en que los complejos volúmenes de su arquitectura brotan de veneros de luz, cuando Ana de los Ríos construye cuerpos sólidos mediante irradiaciones. Su pintura es un arte de la luz en movimiento.
Situada en esta perspectiva, la artista dialoga firmemente con algunos de los maestros mexicanos que en su momento fueron tocados por la vanguardia constructivista: el joven Diego Rivera, Germán Cueto, Carlos Mérida y Jorge González Camarena, entre otros. Ana de los Ríos añade a esa tradición una visión actual y emprendedora ante el desorden creciente, el colapso de los equilibrios y la crisis de la experiencia humana contemporánea.

Jaime Moreno Villarreal, 2024

A caballo entre figuración y abstracción, la pintura de Ana de los Ríos se funda en la expresión del movimiento. En ella, la figura humana suele ser protagónica, bajo el aspecto de una silueta o una sombra solitaria. La enmarcan composiciones geométricas que rara vez llegan a convertirse en arquitectura rígida. Su paleta, por cierto, hace eco a esta ambivalencia entre orden y desintegración: oscila entre tonos estivales contrastados (reminiscencia seguramente de una estancia formativa, desde todos los puntos de vista, en Juchitán, Oaxaca) y una gama de grises verdosos (¿herencia de su pasado parisino?) que confieren una atmósfera nebulosa y un tanto melancólica a las escenas. Estas no pretenden ser anecdóticas; por el contrario, la gestualidad de los cuerpos evoca estados de ánimo, tensiones psicológicas de un espacio emocional. Delicada en la factura, sutil en la paleta, la obra pictórica de Ana de los Ríos es atípica y su energía contenida logra transmitir el dramatismo de la experiencia interior.

Silvia Navarrete, 1997

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